José María Mira de Orduña | 03 de julio de 2021
El anillo de la verdad, libro de Roger Scruton sobre Richard Wagner, permite una reflexión sobre la felicidad, la servidumbre interior o la entrega heroica.
¿Quién no ha imaginado la felicidad como la constante quietud propia del disfrute perpetuo de aquello que nos apasiona? El medio para alcanzarla podría ser leer, o escuchar música, o andar por el campo un atardecer o un amanecer, mientras el sol nos muestra los más excelsos tonos de los colores que nos envuelven. Hay para quienes la felicidad vendría de la mano de una buena conversación con los amigos, o con la pareja, o una tarde de deporte o ejercicio físico, o dedicada al visionado de una buena película, obra de teatro o de una temporada de una serie televisiva. Quizá algunos afortunados puedan alcanzar dicha meta viajando, o incluso teniendo una intensa vida social o laboral que satisfaga el propio ego.
Muy posiblemente, la felicidad podría responder a la combinación adecuada de todo lo anterior, en la justa medida en la que cada uno lo requiera. ¿No podríamos decir, acaso, que siendo la vida un juego de partida única, conseguir un estatus en el que todo lo citado es posible se aproxima a haber ganado?
El anillo de la verdad
Roger Scruton
Acantilado
528 págs.
29€
Hace unos días empecé a leer El anillo de la verdad, un libro escrito por un filósofo-profesor sobre un músico-filósofo, escrito por Roger Scruton sobre Richard Wagner y centrado en El anillo del nibelungo. En dicho libro, el autor dedica la segunda parte a hacer una aproximación a la trayectoria filosófica de Wagner, sus influencias, sus reflexiones, sus escritos, y al efecto que esos pensamientos filosóficos tienen en su obra musical.
Hay un instante en el que, en dicho contexto, comentando a Hegel, recuerda algo que todos sabemos, aunque a veces olvidamos: «Nada de lo humano es permanente» y añade, «…y todo debe perecer en la incesante búsqueda del espíritu del autoconocimiento» (p. 33). El mismo Hegel, nos dice Scruton, escribió que «el papel de los héroes en la historia de la humanidad es que a través de ellos se realiza un mundo nuevo» (p. 34). Es en este instante de mi lectura cuando levanto los ojos y me planteo la importancia que tienen los héroes en mi contexto cultural occidental en este siglo XXI, con toda una saga de héroes repartidos en formas de dioses míticos o seres mutados o humanoides de otros planetas que, viviendo entre nosotros, poseen cualidades que admiramos tanto como admiramos su dedicación a la causa de la justicia y a la protección de la humanidad. Añoramos a los héroes, añoramos a personas carismáticas capaces de movilizarse y movilizar en pro de fines supremos y sublimes.
Sigo mi lectura y me encuentro, inmediatamente, con la descripción de la dialéctica del amo y el esclavo hecha por Hegel: «La ‘libertad interior’ del esclavo crece junto a la ‘servidumbre interior’ del amo…», pues el amo, como consumidor, acomodado al uso y disfrute, pierde su conciencia como agente capaz de poder cambiar el mundo, pierde el sentido del mundo y de su existencia. De repente soy consciente de que aquí estoy yo, acomodado en el disfrute, consumiendo mi propia felicidad, sin ser consciente de que el consumido estoy siendo yo. Por un instante se hace consciente en mí que nada de lo humano es permanente. Comprendo ahora que mi ser-consumidor me hace amo inconsciente, mientras que mi tiempo, limitado, está siendo derrochado en busca de una felicidad que deja de serlo cuando le aplico la dimensión del tiempo. Con un tiempo infinito, la felicidad se puede consumir infinitamente, con un tiempo finito, la felicidad que se persigue en el consumo de lo material es un espejismo producto del deseo de satisfacción.
Por lo tanto, no existe una felicidad plena, sostenible en el tiempo, sino la que es producto de una entrega heroica. ¿Hacia dónde? De nuevo Scruton me da la respuesta, tomada de Hegel: la libertad y el autoconocimiento que ambicionamos parte del reconocimiento mutuo del otro como un ser libre, no como un medio para mi felicidad o mi consumo, sino como un sujeto de pleno derecho y dignidad, con una voluntad, un destino y un yo propios (p. 35).
Solo en un mundo en el que cada uno de nosotros sea reconocido como tal podríamos alcanzar la felicidad, lo que debería llevarnos a rechazar la búsqueda de la felicidad propia como el sentido de nuestra vida, por imposible, y llevarnos a buscar la entrega heroica, incluso sacrificial, en la búsqueda del reconocimiento de la dignidad del otro. Esta es la verdadera forma de encontrar la felicidad, como consecuencia de la entrega por el otro, más que como un fin encerrado en sí mismo. No dudo de que el sentimiento de felicidad podría anticiparse ya en vida, pero los creyentes tenemos fe en que la plena felicidad vendría tras nuestra muerte. Así lo esperamos los seguidores de Cristo.
La obra de arte, la música, el cine, la novela, se revela como el lugar propio en el que estas verdades son encerradas haciéndose durante un instante conscientes para nosotros. El arte nos revela, por símbolos, estas verdades (p. 60), y posibilita que nuestra visión atraviese el velo del sueño y entremos de la mano de los sentidos en un indefinible espacio en el que, por un instante, comprendemos de forma inexpresable que ese, y no otro, es nuestro destino, que podemos, si queremos, despertar para siempre. Ese preciso instante podría llevarnos a tomar la decisión que haría que perdiéramos nuestra comodidad, y ganáramos en sentido. Ganáramos la vida.
El fallecimiento de Roger Scruton lleva a reflexionar sobre su legado. El filósofo británico apuesta por la íntima y necesaria conexión entre moral y estética como un tipo de culto posreligioso.
En el contexto académico contemporáneo, supone un reto intelectual y pedagógico reanudar el diálogo entre ciencias del arte y ciencias religiosas para alcanzar un entendimiento más profundo de lo que hace el hombre en su encuentro con la belleza.